Asesinato del Capitán General Don Justo José de Urquiza
Por Diego Lo Tartaro
El Capitán General Don Justo José de Urquiza, quizás el único y gran caudillo ilustrado de la historia argentina, hombre de múltiples condiciones y virtudes destacables, que lo convirtieron en el arbitro en un momento crucial de la historia nacional. Su personalidad, su natural intelecto, su conocimiento de los hombres, su experiencia como gobernante, su condición de militar y empresario exitoso, lo transformaron indubitablemente en arbitro de la compleja situación que vivía la Nación.
La caída de la dictadura de dos décadas corporizada en la figura de Don Juan Manuel de Rosas, dejaba un vacío de poder difícil de llenar, los intereses en pugna, las ambiciones personales, los antiguos antagonismos, los sentimientos de revancha florecían y colisionaban, Se necesitaba de alguien que conformara a todos y que tuviera la autoridad moral y el poder real de aquietar los ánimos, traer la concordia y apaciguar los espíritus. Pues bien Urquiza reunía todas estas condiciones ya que su equilibrado pensamiento, su espíritu superior que nunca supo de revanchas le permitió encausar, ordenar y dotar de una Constitución a la Nación que los hombres de Mayo habían soñado.
Desgraciadamente la mediocridad de algunos hombres, los sentimientos encontrados de odio, celos, rencores, sumados a la maldad, pueden provocar tragedias irreparables. Este es el caso de los enemigos del Don Justo José de Urquiza. La conjunción de estas corrupciones del espíritu humano, se corporizan en el ataque y asesinato en su Estancia el Palacio San José, que marco una de las paginas mas negras y obscuras de la historia argentina.
Pero para narrar este triste y trágico acontecimiento acaecido el 11 de abril de 1870, nos vamos a remitir a un interesante y poco difundido relato del asesinato del Capitán General Don Justo José de Urquiza escrito por su nieta Doña Lucrecia Campos Urquiza y Trevers, según se lo relatara su madre Doña Justa Urquiza de Campos hija del General y testigo del crimen:
“A los setenta años de ocurrida la inolvidable escena, nada puede ser mas elocuente, verdadero e interesante como escuchar de labios de la valerosa hija del prócer el autentico relato de la trágica muerte del capitán general don Justo José de Urquiza. Ella presenció el terrible acontecimiento, y sus palabras – por las que sangra aun el dolorido corazón – son fiel trasunto de los hechos, fijados con caracteres indelebles en las paginas de nuestra historia.
-Pocos días hace, durante una de las muchas tardes en que suelo visitar a mama, y acostumbramos reunirnos con mis hermanas solteras y casadas, hube de quedarme la ultima en la grata visita, acompañándola y departiendo con ella en cariñoso tete-a-tete. Fue así que rodando la conversación, espigando varios temas y evocando familiares recuerdos, surgió a propósito de un detalle, la evocación de la tragedia. Y he aquí el dialogo que surgió, reproducido con toda exactitud.
-Mama: he visto en el “Club Entrerriano” un cuadro que representa el asesinato de Tata Justo. En la tela no aparecen sino dos mujeres, ¿Quiénes son ellas?
-Dos, exactamente. Somos Lola y yo, las únicas que en aquel instante acompañábamos a Tata. Mamá se encontraba fuera de la habitación atendiendo a Candida, que tenia entonces pocos meses, en la pieza de costura que encuadra el patio frente a la sala y junto al zaguán que conduce al segundo patio, al cual da una ventana.
-Un instante de silencio, evocador sin duda de los dramáticos sucesos, siempre presentes…Y continúa.
-Todo fue ten rápido, tan violento, tan deslumbrador, que nos sorprendió como el relampagueo de un rayo. Estábamos en Semana Santa, a la melancólica hora de la oración. Tata tenía por costumbre, a la caída de la tarde, sentarse al abrigo del corredor, frente a la puerta de la sala, para escucharnos a Lola y a mí. Que siempre ejecutábamos a dos pianos algunos trozos de música clásica. La araña de cristal, resplandeciente de luces alumbraba con sus encendidas bujías el magnifico salón, cuyo techo y paredes de espejos reproducían la luminosidad de los muebles y la belleza de los cuadros y de las demás obras de arte.
En uno de los sillones estaba Micaela, vestida de taffetas (detalle este que no es ocioso recordar) Tenia por entonces siete años, era preciosa, y no recuerdo haber visto ojos tan lindos como los suyos.
-En el preciso instante en que una campanada del reloj del mirador anunciaba las siete y media oímos estremecidas de horror los gritos salvajes de las bestias humanas que rugían buscando la presa. La canalla, orientada y guiada por el principal asesino, invadió los jardines y penetro en el palacio disparando armas y gritando “Muera Urquiza”. Así aparecieron, brutales y alevosos, los que venían a ejecutar la orden de Ricardo López Jordán, quien no se atrevió a presentarse delante de su protector y padrino. Tuvo miedo de presenciar la ejecución de su meditado crimen, y, detenido por la grandiosidad de la figura de Urquiza, sus pies se inmovilizaron en la galería de fuera.
Al oír los aullidos de la jauría, Tata no dijo “¡Ahí vienen a matarme!”, se corrió a su dormitorio en procura de un arma para defenderse. Nosotras lo seguimos, rodeándolo, pasando por la puerta interior. Loa miserables, al enfrentarse con Tata, se detuvieron y bajaron las escopetas, asustados de su propia enormidad. Pero escucharon una voz que les grito “¡No sean cobardes! ¡Adelante!” Y sonó la primera descarga. Todos habían apuntado contra mi padre, y no alcanzaron a comprender como no nos hirieron, Lola tenia un arma y uso todas la balas. Yo agarre una almohada cuadrada de la cama y se la tire en la cara a uno de los bandidos que me estaban haciendo puntería. El forajido se tambaleo, dio con la cabeza en la pared y se cayo al suelo. Hubo algunos heridos, pero nunca supimos si fue por obra del arma de Tata o de Lola, o si ellos mismos durante la confusión y el desorden se balearon entre si.
El proyectil que le ocasiono la muerte a Tata fue el que recibió debajo del ojo izquierdo. Se desplomo bañado en sangre, Lola cayo junto a el, y en el primer momento creí que estuviera herida de muerte a causa da la sangre de Tata derramada sobre ella. Uno de los salvajes se acerco a Lola para ultimarla, y yo solo acerté a suplicar: “¡No maten a mi hermana!” Entre tanto no cesaban los disparos. Fue entonces que Nico Coronel, muy de acuerdo con su manera de ser, se acerco con una daga y la hundió repetidas veces en el corazón de Tata, que yacía en brazos de Lola. Enseguida acerco la daga, tinta en sangre a mi cuello, para degollarme. Otro asesino, llamado Luengo, lo aparto bruscamente diciéndole: “Mujeres no. Busquemos a los varones”.
Nuestros blancos vestidos estaban empapados con la roja sangre que manaba el cadáver. Fue entonces cuando llego mamá.
Pero lo urgente era salvar a mis hermanos, todos ellos de corta edad. Fui rápidamente en su busca. Apagamos todas las luces para entorpecer y despistar a los asesinos, que andaban enloquecidos de aquí para allá buscando nuevas victimas.
San José como tú sabes, tiene dos miradores. En aquellos días, uno de ellos no estaba terminado, y le faltaban entre otras cosa, la escalera. Se me ocurrió aprovechar una escalera de mano que utilizaban loa albañiles y que estaba en una pieza en construcción. La coloque como pude, lleve arriba uno a uno a mis hermanos, tanto varones como mujeres y los deja acompañados de las mucamas. Inmediatamente retire la pesada escalera, y ya sea por la precipitación o porque el peso que llevaba era superior a mis fuerzas, el caso es que se desplomo sobre mi cuerpo, hiriéndome en el pecho. Aun conservo la cicatriz. Pero logre mi propósito y ninguno sospecho el escondite.
Como dije todas esta maniobras las hacia a oscuras.
A todo esto, faltaba Micaela. Asustada por los tiros los gritos y el desorden, se había escondido debajo del piano de cola. Y allí estaba quietita y horrorizada, cuando uno de los asesinos, en medio de la oscuridad, entro a salón, con la espada desenvainada, buscando alguna inocente presa. Con el arma rozo la pollera de seda de mi hermanita a quien se le escapo, un débil grito. El bandido quiso echarle mano, pero rápidamente se le perdió, escondida debajo del sofá. Insistió el otro en su búsqueda, orientado por el frou-frou del vestido de seda. Cuando nuevos estampidos, los quejidos de los asesinos moribundos, y los alaridos de los demás salvaron la situación de la pobrecita, que ahí se quedo inmóvil, como paralizada de emoción.´
Toda aquella noche la pasamos mamá., Lola y yo a merced de los asesinos, amenazadas de muerte continuamente. En la misma alcoba donde lo mataron velamos a Tata. El suelo parecía ensangrentado y muchos balazos perforaban las paredes.
La virgen Dolorosa vestida de terciopelo negro, hacia cabecera en medio de los candelabros. En la Santa Imagen reposaba nuestro credo, y en ella oramos con fe.
Pero cada instante oíamos a los bandidos que discutían entre ellos nuestra vida o muerte, y los veíamos reunidos en el patio, alumbrados tan solo por los rayos de la luna. Así paso aquella noche de espanto y terror.
A la madrugada nuestros verdugos percibieron polvareda en dirección al camino de Concepción del Uruguay. Sospecharon que pudiera ser el ejército pues veían en primer término una larga fila de jinetes que abuzaban velozmente, y huyeron sin perder tiempo, abandonando a sus compañeros moribundos.
No se equivocaban: era Teofilo que, conjuntamente con un batallón, venia de Concepción del Uruguay. Había sido avisado por un empleado que consiguió escapar en busca de auxilio, y llegaba con la esperanza de encontrar con vida a Tata. Nosotras seguíamos en la cámara mortuoria sin saber lo que ocurría fuera. De modo que al oír el galope de la caballada y el rumor de los que avanzaban apresuradamente aumento nuestra angustia, perdimos las escasas esperanzas y creímos que se iban a cumplir las amenazas de los traidores. Y nos abrazamos a la imagen de la Virgen, esperando la muerte inevitable. Pero al conocer la voz de mi hermano que apareció gritando: “¿Dónde esta Tata?”, nuestra situación cambio. Y se nos presentó en toda su crudeza la verdad de la traición y la realidad del crimen como moraleja del gran hombre. De siglo en siglo será recordada la ferocidad del hipócrita fantasma que preparo la macabra hazaña con refinada cobardía.
Inmediatamente se dispuso nuestra partida para Concepción del Uruguay. Bajamos del escondite del mirador a todos. Buscamos por distintos lugares a Micaela y por fin la encontramos dormida en el refugio. Aterrada todavía nos contó su aventura.
Cuando todo estuvo listo emprendimos la marcha, custodiadas por el batallón. En medio del camino tuvimos que hacer un alto, poniéndonos a salvo junto con el ataúd, pues los asesinos se habían escondido en el monte y desde lejos disparaban sus armas sobre el cortejo. Pero los nuestros lograron ponerlos en fuga.
“¿Qué tipo tenia López Jordán?”
La catadura del verdadero traidor. De labios estrechos como el filo de una daga, nariz da aguilucho y ojos pequeños, nunca miraba de frente. Tata siempre lo protegió. Lo mando a Europa a cursar sus estudios, era su padrino y continuamente lo favorecía. En repetidas ocasiones le habían anunciado que lo asesinaría, y poco antes del 11 de abril, estando yo presente, al preguntarle Tata sobre tales amenazas, contesto: “¡Como puede creer, mi general, tal ignominia! Yo, que le debo mis estudios, carrera, continuos favores, además, soy su ahijado!”.
¿Y Nico Coronel? ¡Quien era? ¿Que tipo tenia?
Era un sujeto que tenia los peores antecedentes. Pesaban sobre su conciencia varias muertes, y había huido de su país Uruguay. Tata, en su afán de protegerlo, y creyendo que con un buen trato y los saludables consejos se enmendaría, lo ubico en San Pedro (hoy campo de mi propiedad), y allí se instalo con hacienda. Yo era madrina de dos de sus hijos, y continuamente les dispensaba favores. Con la melena para atrás y caída hasta los hombros, presentaba un aspecto repulsivo.
Una pausa en la dolorosa evocación; Y Prosigue:
Hija: no tienes idea de la generosidad de Tata. Y yo bien lo se, porque yo era, precisamente la que corría con el dinero, encargándome de su custodia. La obra que el hacia, noble y digna, siempre al servicio de los demás, nacía del sentimiento que tenia del bienestar ajeno. Su mayor felicidad era hacer el bien al prójimo, y a todos por igual interés extendía su protección. Han pasado las horas, y los días, han desfilado los años, y solo yo se de la tragedia de aquel anochecer visto y vivido, que apago la edad dichosa de mis pocos años… Siempre su recuerdo me acompaña en la misma hora de la fecha inolvidable.
Y precisamente, al callar mi madre, vibra en la penumbra del hall la campanada del reloj que da las siete y media. La escuchamos con místico respeto y nos miramos en silencio, unidos nuestros pensamientos y nuestras almas en un solo recuerdo y una sola emoción”.